En los últimos días parece que la emoción por el surgimiento de multitud de redes comunitarias en los barrios para dar apoyo a las personas más vulnerables se ha ido apagando. También su visibilidad en medios de comunicación y redes sociales. En su lugar, ha crecido el temor y preocupación por las dinámicas securitarias de vigilancia y control social que muchos vecinos están desplegando desde sus viviendas. Prácticas que se enmarcan dentro de las medidas marcadamente autoritarias y el lenguaje bélicos promovido por el Gobierno para amedrentar y asegurar el confinamiento de la población.

Hoy nos preguntamos si nuestras comunidades se han vuelto comprometidas y solidarias, o vigilantes y parapoliciales. O si, como se concluía el otro día en un debate por redes, son las dos cosas a la vez. En este artículo nos proponemos reflexionar sobre las redes de apoyo mutuo en los entornos locales, a partir de algunas imágenes cotidianas que estos días nos han llamado enormemente la atención. El objetivo es poder abrir los debates sobre cómo fortalecerlas y expandirlas, asumiendo que dichas redes, junto a otras acciones, promueven salidas cooperativas a la crisis generada por la pandemia. Estos mecanismos comunitarios son un factor de construcción de seguridad en los entornos locales, a partir de la generación de vínculos sociales y relaciones de confianza. Por lo que las redes de apoyo, como se ha apuntado recientemente en estas páginas, elaboran unos valores y unos escenarios que alejan otras alternativas más securitarias y autoritarias. 

Esta es una primera imagen de la vida durante la pandemia. Cerca de casa, en el barrio de Velluters (València), hay un edificio donde después de los aplausos de las ocho, el vecindario permanece en los balcones que dan al deslunado de su edificio para cantar todos juntos. Cada día entonan una canción diferente, que preparan algunos de los vecinos con gusto por el canto coral y colectivo. Se trata de la forma más idónea que han encontrado para pasar el rato, dándose apoyo y generando ilusión compartida alrededor de ese momento diario. Seguramente, muchas de nosotras podemos pensar en otras imágenes parecidas que suceden alrededor nuestra: vecinas y vecinos que se juntan para jugar, bailar o compartir el horario de alguna comida desde sus balcones. Más allá de la visibilidad que en clave cómica estas prácticas han tenido en medios de comunicación, observamos una infinidad de pequeñas acciones cooperativas en nuestros bloques de edificios o en comercios de proximidad.

Por ello, hay que subrayar que un gran número de prácticas de apoyo y de cuidados que se extienden estos días por nuestros pueblos y barrios están anudados en la vida cotidiana, de manera informal, en los vínculos sociales ya constituidos. Esas “comunidades de cooperación” suceden en los entornos locales de manera espontánea y no organizada. Son prácticas y saberes que suelen permanecer invisibilizadas y poco atendidas por distintos agentes, como es el mundo de la acción comunitaria o incluso los propios movimientos sociales.

Una segunda imagen de la pandemia. Una red de vecinas de un barrio cuelga un cartel en un comercio de proximidad para dar ofrecer apoyo a las personas vulneradas o que necesitan que les echen una mano. En la hoja se han apuntado diferentes personas para prestar ayuda, pero ninguna la solicita. Es una sensación compartida que corre estos días por diversos grupos de telegram de diferentes redes de apoyo vecinal: se ofrece mucha gente para apoyar a sus vecinas, pero cuesta mucho llegar a las vecinas y vecinos que demandan apoyo. Está claro que no es una situación común a todas las iniciativas locales, pero si a unas cuantas de ellas.  

Las redes comunitarias que estamos tejiendo estos días encierran una paradoja: tratan de dar apoyo a unas personas de las que frecuentemente estamos distanciadas socialmente, especialmente de las personas mayores. De hecho, si lo pensamos un momento, la apelación a inscribirse en unos documentos es en sí misma llamativa. Se apuesta por canales relativamente formales –inscribirse en un cartel colgado- para lo que normalmente sucede fruto de conversaciones y gestos informales. En cierto modo, esto marca algunos límites a la potencialidad de la cooperación.  

Por eso, es tan importante que (auto)analicemos el origen social de estas redes vecinales en muchos de los territorios en los que se han desplegado. Pues de forma regular, la composición social mayoritaria de las mismas no es originaria de los territorios en los que se expande. Esto afecta y condiciona cómo mantenemos o establecemos los vínculos sociales en nuestros entornos, cuestión clave para las redes que estamos impulsando. Tal configuración social se puede observar especialmente en los barrios con más dinámicas de cambio de población en los últimos años; por ejemplo, en los centros históricos revalorizados o en los barrios que han empezado a recoger a vecinos y vecinas expulsadas de otras zonas. 

Si, como se pronostica, vamos a asistir a un impulso de los marcos de lo comunitario en los siguientes años de crisi socioecológica, parece que se dibuja un reto crucial para los movimientos sociales y comunitarios: trabajar en las formas que operamos sobre el tantas veces diagnosticado debilitamiento de los vínculos sociales. Va a ser fundamental la capacidad de elaborar espacios de confianza y redes sociales en unas tramas vecinales afectadas por décadas de políticas neoliberales. Para este empeño, hay determinadas dinámicas activistas, las más identitarias, que no van a servir. En cambio,  movimientos como la PAH o los Sindicatos de Inquilinas ofrecen pistas de por donde abordar la cuestión: buscar formas de generar experiencias compartidas en el ámbito local. Esto es, de generar espacios de encuentro a partir de aquellas cuestiones que afectan nuestras vidas y las de muchas de las personas con las que convivimos. Las redes que luchan contra la soledad no deseada pueden ser un ejemplo emergente. Además, precisamente en el ámbito de la cuidados comunitarios se ha empezado a hablar en los últimos tiempos sobre la “ética de proximidad”. Con esta idea se subraya especialmente la adquisición de compromisos individuales con el “hacer barrio” así como con la preocupación de conocer y atender a nuestro vecindario.

Las experiencias compartidas a las que aludíamos seguramente pasen por estar y habitar en aquello que ocurre en la vida cotidiana de los lugares en que vivimos. Poner los cuerpos y la presencia allí donde se generan los vínculos sociales y la confianza. Allí donde, como decíamos a propósito del edificio que se agrupa para cantar, se baila, se juega y se come juntas.

Autor

Lluís Benlloch

Columna a Elsalto