La concepción de la salud como un bien común es una de las ideas fundamentales sobre las que debería girar el debate en torno a la crisis del COVID-19. En nuestra opinión, no está recibiendo toda la atención que se merece. Diferentes investigaciones1 han ahondado en los últimos años en esta concepción, como por ejemplo la conocida Carta de los comunes2. La salud es algo que, como el aire, nos pertenece a todas y todos, y que, por tanto, debe de ser un derecho inalienable. Así, el entramado institucional para cuidar la vida y generar bienestar en las personas tendría que seguir esta lógica de lo común. Poseemos referentes bien sólidos para pensar en esta orientación, como son las clínicas autogestionadas que emergieron en la Grecia intervenida por la Troika o algunos espacios comunitarios de salud que están proliferando actualmente en Estados Unidos. Desde del enfoque de la salud como un bien común, es necesario problematizar determinados aspectos de la presente crisis.

La salud, como otros bienes, sufren lo que David Harvey describió como procesos de cercamiento: fuertes privatizaciones de aquello que es común para la extracción y multiplicación de beneficios de unos pocos. Sin embargo, esto no solo ocurre en la escala del sistema sanitario o de la gestión de los hospitales, como se suele señalar. También sucede en todo aquello que afecta a los llamados determinantes sociales de la salud: desde el agua que bebemos a las formas de acceso a la vivienda o la configuración del mercado laboral. Dichas prácticas de cercamiento son las que reproducen e incrementan las desigualdades en salud.

Además de los procesos de cercamiento, el enfoque de los comunes sobre la salud ha sido relegado por la gestión securitaria que el gobierno está haciendo de la pandemia. Con la articulación de discursos bélicos y prácticas eminentemente policiales, el estado ha creado un marco de sospecha alrededor de la salud pública, alentando actitudes de vigilancia entre los vecinos y vecinas. Prácticas que, a menudo, han irrumpido en entornos de cooperación y solidaridad. Como ya se ha comentado3, este escenario securitario ha desbancado a otras posiciones que ven en los valores comunitarios una forma colectiva de proteger a los grupos más vulnerables. Esta segunda posición se acerca mucho más a lo que entendemos por una visión común de la salud. El discurso gubernamental también ha transmitido otro mensaje de forma rotunda: la salud es un bien que corresponde gestionar exclusivamente al estado –identificado aquí de forma unívoca con lo público- y son las fuerzas de seguridad quienes deben velar por su cumplimiento.

A partir de la posición central de las fuerzas de seguridad, es interesante revisar el diseño institucional de respuesta a esta crisis. Son los saberes expertos y técnicos quienes parecen estar guiando las decisiones del gobierno. Órganos como el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias o el Consejo Técnico que asesora al gobierno han cobrado mucha relevancia estas semanas. Lógicamente, entendemos su importancia en el contexto presente, pero también ponen de manifiesto la falta de exploración de vías que democraticen la respuesta gubernamental a la pandemia. Opciones de suma importancia ya que pueden contrarrestar la recentralización política que suele acompañar a la gestión de las crisis. 

Por ejemplo, podríamos imaginar una especie de “consejo social” que visibilizara y diera voz al entramado asociativo y comunitario a la hora de tomar decisiones sobre nuestra salud. Este espacio garantizaría que el gobierno cuente con los saberes de una diversidad de agentes sociales: entidades de madres y padres, asociaciones del ámbito de la diversidad funcional, agentes representativos del mundo rural, portavoces de colectivos migrantes, etc. Probablemente, un diseño más implicativo podría articular un modelo de confinamiento más adaptado a los diferentes contextos y desigualdades sociales. Estaríamos hablando de un confinamiento menos orientado a un ciudadano prototipo, que se suele imaginar como varón adulto, blanco, con autonomía y de entorno urbano. Se puede argumentar que las funciones de tal “consejo social“ habrían sido limitadas, pero cuanto menos subrayarían que la salud es una cuestión que nos afecta y pertenece a todas. Al mismo tiempo, serviría para ensayar respuestas más abiertas y democráticas a situaciones de catástrofe, cada vez más habituales en el marco de la presente crisis ecológica. 

Por último, la respuesta gubernamental dada a la crisis contrasta enormemente con lo que está sucediendo en muchos entornos locales: vecinas y vecinos auto-organizados para atender a las personas que no pueden salir de casa; o para llevar alimentos a los colectivos más empobrecidos o sin derecho a optar a ninguna prestación; redes que están produciendo mascarillas u otros elementos para la protección de las personas más expuestas a la pandemia; movimientos que luchan por asegurar el acceso a la vivienda en mitad de la crisis. Si entendemos que la salud va mucho más allá de la ausencia de enfermedad, veremos que todas estas redes vecinales son generadoras de salud y bienestar. Como se señalaba hace poco desde The Guardian4, la crisis está descubriendo la emergencia de la gestión comunitaria en el mundo de la salud. Ahora bien, muchas de estas iniciativas no son nuevas, aunque ahora se visibilicen. Se han venido desarrollando en los últimos años, bien sea de forma autónoma desde redes vecinales o desde iniciativas público-comunitarias. Son prácticas que beben directamente del pensamiento y activismo feminista y que nos recuerdan la importancia de los cuidados colectivos y la salud comunitaria para la sostenibilidad de la vida.

Muchas voces apuntan a que, como consecuencia del COVID-19, vamos a asistir en los próximos años a un reforzamiento de la sanidad pública y otras áreas del estado del bienestar. Está por ver si finalmente será así. En cualquier caso, las iniciativas vecinales y comunitarias han tomado una nueva dimensión y delinean un horizonte que ya está emergiendo: la creación de una nueva institucionalidad público-comunitaria para el cuidado colectivo de la vida.

Autors

Lluís Benlloch i Mireia López

Article a El Salto